Estaba en su regazo. Agazapado. Como si estuviera escondido después de haber estado huyendo. Rendido. Con la respiración acelerada y un congojo inusual en hombre que presume de serlo y que reniega de cierta sensibilidad para aparentar… ¿para aparentar qué?, se preguntaba.
Se había pasado toda su vida mirándose al espejo de su padre, un hombre despegado, tosco, zafio y por momentos hasta desagradable en el trato. Eso le había generado una coraza en la que iba solapando uno a uno todos sus prejuicios –en el fondo no asimilados- pero con los que parecía sentirse cómodo al transmitir una imagen superficial que los demás aceptaban.
Hasta que aquella flor comenzó a perseguirle. A formar parte de sus sueños y de sus pesadillas. A acompañarle a cada paso que daba. Cada pestañeo se le representaba. Era de un rojo intenso, con pétalos enormes, alineados, encajados unos en otros al milímetro, contribuyendo a formar una imagen tan espectacularmente bella que hasta las espinas de su tallo –con un verde intenso- resultaban un perfecto complemento sutilmente ensamblado.
Y el poder de la flor aumentaba. Generaba una tremenda irascibilidad en ese hombre que imaginaba cómo sería señalado por estar inseparablemente asido a una flor. Día y noche. Semana a semana. Mes a mes. Año a año. Para siempre.
Trataba por todos los medios de obviarla, de desdeñarla, repudiarla. Pero sólo su coraza era capaz de conseguirlo. Su verdadero yo no podía, generando un tremendo conflicto que mermó su aparente sociabilidad para alejarlo de todo. Hasta que, recluido, llegó el momento. Debía acabar con ella o con él. Dispuso la habitación a oscuras. Tan solo con la tenue luz de una vela, que se iría consumiendo de igual forma que su vida. Temblando, solo, en su cama, se citó con ella. Cuando estaba dispuesto a poner fin a todo, uno a uno, cada pétalo, se abrazó a él, cobijándolo. “¡Mamá!, ¡Mamá!… te quiero”.
Y allí, en su regazo, agazapado, refugiado y seguro, se asió a su madre… y a su flor.
Feliz día de la madre